I
Él no olvida aquel día de sol en que ella decidió partir. Había permanecido toda la mañana tirado en el tapete sin hacer nada, sin decir nada. Parecía que en su rostro habitaba plácida la tranquilidad, pero no se veía la tormenta que consumía su carne y sus huesos.
Mucho tiempo después del medio día, en la tarde, decidió levantarse del tapete y salió al patio de su gran apartamento. Sobre una hoja de un arbusto, vio un caracol que se desplazaba paciente y calmo.
Él se quedó mirándolo por largo rato; al comienzo, lo contempló con admiración y ternura, pero la tormenta que llevaba dentro empezó a salir por sus ojos; llovió ira y envidia en sus mejillas. Entonces, agarró una varilla vieja y oxidada, y atacó al caracol con varios golpes; destruyendo su caparazón, y dejando el follaje de su flora casera impregnada por las pequeñas carnes babosas.
Después de su crimen, él se apoyó cerca al muro sobre el que están las plantas. No se movió hasta que llegó la aurora.
Pasaron varios días y él seguía ahí. Sólo creció su barba, se oscurecieron sus vestidos y sus carnes se hicieron más ligeras. Las únicas visitantes eran las moscas. Del caracol asesinado, sólo quedaban pedazos algo parecidos a uvas pasas y un olor discreto pero pestilente.
II
El hedor, fue lo primero que ella encontró al llegar al flemático apartamento de él, solamente el hedor. No vio a nadie, sólo el espacio abandonado invadido de un olor amargo que torturaba al estomago.
En el patio, la escena era horrenda; en el piso yacía, amarilla y roída, una osamenta humana. Un ejército de celosos buitres montaba solemne guardia. Lo último que ella recuerda al salir de ahí, fueron unos cuantos caracoles que desfilaban por los huesos.
JOSE LUIS LINERO CORREA, 2005
Bogotá, Colombia
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