miércoles, 3 de febrero de 2010

El espejo

Hubo un suceso en mi vida que me aterrorizó inmensamente. Recuerdo que varias semanas de paredes grises y ruidos desconocidos me habían arrojado a una cama vieja y polvorienta a punto de colapsar. La humedad agria de ese cubículo-dormitorio me torturaba la garganta y la nariz. En el techo, una luz blanca y triste me había estado acompañando desde el día que llegué aquí casi inconsciente. Ya me había acostumbrado al olor nauseabundo de mi mismo y del aire cautivo y viciado del cubículo, y aunque sabía que al alcance de mi mano estaba la pequeña puerta para salir de ahí, durante varias semanas no fui capaz de tocarla.

El vómito es lo único que recuerdo de aquella lucha de dos días donde se decidía si salía al pasillo, o si permanecía en el cubículo hasta que me extinguiera o el mundo conmigo. Finalmente, derrotado por aquel instinto oculto y terco de seguir viviendo, la decisión de salir de ahí, ganó la guerra. Todo fue muy lento; primero, me senté en el borde de la cama unas cuantas horas para reponerme de la intensidad de la lucha e intentar soportar la idea de la huída, de dejarlo todo y volver de donde venía, de correr sin parar y salir de aquel sitio. Creo que en ese momento sonreía, volvía a ver los campos, los sembrados, las vacas, el olor del cilantro acariciado por el rocío de la mañana y a la señora de las flores. Confieso que yo quería que la decisión de salir fuera asesinada por la decisión de quedarme ahí, pero cuando estaba en el borde de esa cama destruida, me alegró la victoria de la huída.

Me paré de la cama con tal fuerza que me dolieron los tobillos, pero no me importó. Corrí hacía la puerta, la abrí y vi el pasillo de luz tenue que me invitaba al escape. Antes de correr, me detuve a sentir un aire más limpio y más fresco que me impulsó a salir de ahí cuanto antes. Caminaba rápido, intenté correr, pero mis piernas, victimas del encierro y la quietud, no obedecían a mis deseos. Llegando a lo que creí el final del corredor, vi una sombra. Me detuve agitado y cansado, la sombra seguía ahí. Me fui acercando más despacio y lo vi. Era el hombre más horrible que había visto en mi vida, su rostro era repugnante y arrugado, estaba poblado de manchas oscuras y de verrugas grotescas, tenía la mirada más horrenda y roja del mundo, miraba con odio y rencor. Me dio mucho asco verlo atravesándose en mi huída, por más que le gritara que se quitara de ahí no le importaba; ahí seguía con su cuerpo calavérico y torcido.

Me ardía la garganta de tanto gritarle a ese ser tan despreciable que no me oía y no se quitaba. De las últimas fuerzas que me quedaban, y de las ansias cada vez más grandes de salir, me quité los zapatos y con violencia, decidí atacar al hombre. Cerré mis ojos, y gritando, me abalancé sobre su cuerpo y lo golpeé muchas veces con mis zapatos, y con mis puños, y con mis uñas. Abrí mis ojos; vi mis manos llenas de sangre, mis nudillos destruidos, mis pies descalzos cortados por miles de vidrios en el piso y frente a mí, una pared vieja.

Corrí en la dirección contraria, más rápido que cuando quería escapar, tronaron los tobillos pero, por fin, había llegado. Era libre de nuevo. Me quedé en el piso por mucho tiempo, descansando; disfrutando de la tranquilidad de lo cotidiano. El dolor de mis piernas fue bajando, mis tobillos se relajaron y la sonrisa volvió a mi rostro al ver de nuevo la luz blanca en el techo, las paredes grises y la cama vieja y polvorienta del cubículo.

JOSE LUIS LINERO CORREA, 2001
Bogotá, Colombia

El caracol

I


Él no olvida aquel día de sol en que ella decidió partir. Había permanecido toda la mañana tirado en el tapete sin hacer nada, sin decir nada. Parecía que en su rostro habitaba plácida la tranquilidad, pero no se veía la tormenta que consumía su carne y sus huesos.

Mucho tiempo después del medio día, en la tarde, decidió levantarse del tapete y salió al patio de su gran apartamento. Sobre una hoja de un arbusto, vio un caracol que se desplazaba paciente y calmo.

Él se quedó mirándolo por largo rato; al comienzo, lo contempló con admiración y ternura, pero la tormenta que llevaba dentro empezó a salir por sus ojos; llovió ira y envidia en sus mejillas. Entonces, agarró una varilla vieja y oxidada, y atacó al caracol con varios golpes; destruyendo su caparazón, y dejando el follaje de su flora casera impregnada por las pequeñas carnes babosas.

Después de su crimen, él se apoyó cerca al muro sobre el que están las plantas. No se movió hasta que llegó la aurora.

Pasaron varios días y él seguía ahí. Sólo creció su barba, se oscurecieron sus vestidos y sus carnes se hicieron más ligeras. Las únicas visitantes eran las moscas. Del caracol asesinado, sólo quedaban pedazos algo parecidos a uvas pasas y un olor discreto pero pestilente.


II


El hedor, fue lo primero que ella encontró al llegar al flemático apartamento de él, solamente el hedor. No vio a nadie, sólo el espacio abandonado invadido de un olor amargo que torturaba al estomago.


En el patio, la escena era horrenda; en el piso yacía, amarilla y roída, una osamenta humana. Un ejército de celosos buitres montaba solemne guardia. Lo último que ella recuerda al salir de ahí, fueron unos cuantos caracoles que desfilaban por los huesos.


JOSE LUIS LINERO CORREA, 2005
Bogotá, Colombia

La esclavitud del polvo

El bus número dieciocho de latón oxidado, avanzaba con dificultad por la trocha amarilla y polvorienta que conducía a la que alguna vez fue la prisión más olvidada sobre la tierra. Aquella extinta prisión de máxima seguridad, era un complejo de miles de metros cuadrados enclavado en el desierto. Era una prisión desconocida para el mundo, y llegar a ella, suponía una gran travesía de horas infinitas.

Dentro de aquel bus adornado de asientos ajados y en un concierto de tornillos desprendidos, iban sólo dos personas; Raúl, quien estaba encadenado a un gran tubo horizontal que atravesaba el interior del vehículo de principio a fin, y Pedro, un chofer entrenado para todo tipo de artimañas defensivas y ofensivas que, durante todo el trayecto, había permanecido en silencio, conduciendo con una inexpresividad casi inverosímil.

Raúl, cautivo, miraba por la ventana la gran nube de polvo que se alzaba en torno a aquel vehículo y, después de varios suspiros intencionados, aclaró su garganta y comenzó a hablar: -¡Por fin voy a la libertad! No como el polvo que no es libre; porque depende de las llantas de este bus para moverse, no se mueve a voluntad sino que es esclavo del neumático. Yo voy a la cárcel, a la clausura. Para muchos eso no es libertad, el encierro es el antónimo de libertad, pero para mí, es el sinónimo.- Raúl se inquietó y le gritó a Pedro que conducía con la misma actitud de siempre. - ¿Tengo o no razón? – La pregunta de Raúl quedó en el aire ya que Pedro no se afectó. Raúl continuó hablando – En fin, mi libertad es mía y mi libertad, pobrecita, no es libre porque yo la atrapé y la sometí. ¡Pobrecita, pobre libertad!-

Raúl se quedó en silencio mirando por la ventana al desierto uniforme que lo acompañaba desde la noche anterior, volvió a hablar, - Queda poco tiempo, ya casi voy a llegar; casi no me aguanto las ganas de no volver a ver esta maldita luz. Quiero sentir el frio, ver mis paredes, sentarme en mi silla de metal helado ¡Quiero mi vida!-. Raúl rió por varios minutos de forma incontrolada, mas Pedro, seguía igual; en silencio. Cuando Raúl se calmó, siguió con su monólogo. –Duré un mes como esclavo, fuera de la cárcel. Muchos me decían: “estás en libertad”, pero ¡Mentira! Me sacaron de la libertad y me arrojaron al sufrimiento, a la esclavitud del no encierro. No lo soporté, por eso tuve que hacer lo que hice ¡Amada puñalada y muerte que me hiciste libre! El polvo no puede elegir.

Raúl se miraba los dedos sucios mientras decía: - La libertad es como la huella digital que me hacen poner en esos papeles, así es. La suma de todas las libertades que andan por ahí, crean la libertad única. La diferencia entre las libertades digitales y la libertad única, es que las libertades esas no son libres porque nosotros las subyugamos pero, la libertad única, sí es libre porque es libre de ser o significar lo que ella quiera.

El sonido impetuoso de los frenos del bus, truncó la tranquilidad eterna del desierto e interrumpió el discurso de Raúl. Dentro del bus, Pedro se levantó de su asiento y, empuñando un revolver que apuntó a Raúl, gritó con una voz entumida y oxidada como las latas del bus: - ¡Cállate maldito criminal! Si vuelves a hablar, te doy un tiro en la boca. –

Pedro, con la misma actitud tranquila de antes, retomó el volante. Raúl quedó en silencio inundado de satisfacción y, suavemente se escapaba de sus labios regocijados: ¡Esto es libertad!

JOSE LUIS LINERO, 2008
Bogotá, Colombia

El Color de la sopa / Çorbanin rengi

Mañana, como siempre, te levantarás tarde e irás a comprar el pan, ya frío, porque el horno siempre estará muerto a esa hora. Enfriarás tus manos con la lata de tomates en conserva y saldrás de ahí.

Yarin, her zamanki gibi geç kalkacaksin. Firin o saatler her zaman ölü oldugu için alacagini ekmek soguk olacak. Ellerin de soguk, domates kutusunu dokununca, alip gideceksin oradan.

Con lentitud, caminarás por las calles grises y el olor a fango y excremento serán tu compañía. Llegarás a tu casa, poniendo tus pies carcomidos y desnudos sobre el piso caliente; testigo de la actividad desbocada que acontece en las entrañas de la tierra.

Yavasca, gri sokaklarindan yürürken, bogun ve çamurun kokusu yoldaslarin olacaklar. Eve geleceksin, umarim, ve ciplak ve yiyenmis ayaklarini sicak yere koyacaksin. Dünyanin icinin savasinin tek sehidi.

Irás a la cocina de paredes atiborradas de grietas y cocinarás la sopa de siempre. Tu cabeza tendrá menos pelo que hoy y en tu morada habrá dos sillas y una mesa negra e insignificante.

Çatlaklarla dolu olan mutfaga dogru gidip geleneksel çorbayi pisireceksin. Basinda daha az saç göreceksin. Evinde, iki tane sandalye ve karayla ufak bir masa yerini degismeyecekler.

Cuando la sopa esté lista, pondrás una vela en la mesa. Llegarán raudas las hormigas. Oirás el rugido de un camión que pasará con violencia y vibrarán las ventanas. Cuando todo esté en calma, la sopa humeando y la vela esté encendida, escucharás sus zapatos acercándose y después el timbre que llenará tu alma.

Çorba oldugunda, bir tane mum masaya koyacaksin. Hizli bir tarzda karincalar bulunacaklar. Siddetli geçen bir kamyonun sesi penceleri titrestirecek. Huzur gelince, çorbadan gelen duman görünce ve mum canli olunca. Onun gelen ayakkabilarini duyacaksin ve sonra, ruhununa dolan zilin sesi.

Abrirás la puerta y su chirrido será el preludio de su cara, la cara de niña que llena ese espacio húmedo. La harás seguir y se sentará en la silla de tablas viejas. Después de contemplarla un rato, te excusarás e irás a la cocina. Servirás en dos platos percudidos la sopa roja y cálida y la llevarás a la mesa junto con el pan. Ella sonreirá al ver el vapor y al oler el tomate fresco.

Aç! kapinin giçirtini onun yüzünün önsözü olacak. O nemli yerine dolan kizin yüzü. Buyurun! Eski sandaliyede oturacak. Onu bir anda hosgörmekten sonra, Bana musade! Mutfaga dogru gideceksin. Önceden beyaz simdi sari iki tabaga sicak ve kizil çorba koyup masaya ekmekle getireceksin. O, buhari görünce ve taze domatesleri koklayinca gülümseyecek.

Ella siempre te traerá una canasta de mimbre y de ésta, sacará unos caramelos para comer después de la sopa. Comerán despacio, contemplándose el uno al otro. El frío y taciturno espacio, en ese momento, se volverá cálido y brillante. El brillo de sus ojos no dejará nunca de conmoverte y hacerte suspirar.

O sik sik bir sepet getirecek sana, sepetten çorbadan sonra yiyecek sekerleri cikartacak. Yavas yiyeceksiniz, seni gördükçe, sen onu gördükçe. Sükûti ve soguk yeri o anda, birden aydinlik ve sicak olacak. Onun gözlerinin aydinligi asla seni duygunlandimayi, iç çektirmeyi duramazlar.

Cuando se acabe la sopa, cuando el color rojo desaparezca y descubras el fondo de color blanco percudido; siempre y sin falta te sorprenderás, tus manos se enfriarán y todo se volverá gris. La respiración se te cortará y finalmente un grito ahogado. Cuando pase ese malestar, quedarás siempre con la misma duda sofocante: Nunca entenderás por qué siempre que terminas de comer debes recoger dos platos, sabiendo que siempre comes solo.

Çorba bitince, kirmizi rengi gidip sari, önceden beyaz, tabagin rengini bulunca. Her zaman sasiracaksin. Ellerin soguk olup her sey gri rengine dönüsecek. Nefesin kesecek ve sonunda havasiz bir çiglik. O kötü halin gidince, her zaman ayni bunaltici süpheyle kalacaksin: Asla yemekten sonra neden iki tabak masadan alacagini anlamayacaksin yalniz yedigini bilerek.

Jose Luis Linero
2006, Estambul Turquía / Istanbul, Türkiye

Las Escaleras

¿Cómo no me voy a acordar? Esas cosas nunca se olvidan, especialmente, sabiendo de quien se trata. Me acuerdo que era de pelo negro y liso y de piel blanca, lo demás no importa ahora. Yo estaba sentado en las escaleras después de salir de una clase aburrida, habíamos salido más temprano y me quedé esperando algo, no se qué, seguro que nada. Dijo “permiso”; yo estaba estorbando el paso y entonces me quite diciendo: “sigue” y siguió ella con un “gracias” que me llegó hasta donde llegan ese tipo de voces. Yo quise mirar pero me abstuve y seguí viendo el piso de piedritas. Esa fue la primera vez que la vi.

Claro, de pronto dentro de ocho días la iba a volver a ver y así fue, estaba otra vez en esa clase y le dije al profesor que si podía salir veinte minutos antes ya que tenía una cita importante. Otra vez me senté en el mismo sitio viendo las mismas piedras, y me vestí igual que la vez pasada; anhelando que ella me reconociera. Pasaron más de veinte minutos, ya me tocaba ir a la otra clase. Cuando ya me disponía a pararme, apareció, sentí un vacío, ella me vio un momento y cruzó por un lado; iba de afán. Esta vez sí giré la cabeza por un momento muy breve.

Ocho días después, estaba desesperado buscando la camisa que tenía que ponerme; no aparecía por ningún lado, pero bueno, igual ya me había visto la cara, por eso busqué una camisa del mismo color y me fui para la universidad. Esa vez no entré a la clase sino que llegué directo del bus a las escaleras a esperar, y esa vez procure sentarme de tal forma que no quedara ningún hueco, incluso, atravesé la maleta para asegurarme más de bloquear toda posibilidad de pasar. Ahí estaba otra vez; iluminando ese pasillo tan oscuro. Subió y me miró diciendo esta vez un frío y horrible “perdón”, no como el primer “permiso” lleno y profundo. Yo me apresure a darle paso, ella pasó sin decir nada y se perdió de mi vista que no la abandonó ni un segundo.

A la semana, ahí estaba otra vez yo, expectante, como si estuviera sentado en una tribuna. Esta vez apareció con una amiga, las dos iban hablando y riendo. Cuando llegaron ante mí, la amiga dijo “permiso”, yo me quité y ambas pasaron; “la gente no aprende para que son las escaleras” dijo Ella en un tono punzante; sentí que la garganta se me encogía y sus risas se me enterraban en el estomago, creo que hasta me puse pálido. No supe que hacer, me quedé sentado mirando las piedritas y de repente sentí una mano pesada que me tocaba la espalda; “¡Señor!, que milagro verlo”, era el profesor. Ese día tampoco entré, le di excusas tan inútiles, que ahora no me acuerdo.

A los ocho días no me dieron ganas de sentarme en las escaleras; entré a clase y me quedé hasta el final, bajé las escaleras muy rápido y me subí al bus sin esperar a nadie

José Luís Linero Correa
2004 Bogotá, Colombia